Sistema Representativo

Sistema Representativo en Argentina en Argentina

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Definición de Sistema representativo

Según el concepto de Sistema representativo que brinda el Diccionario de Ciencias Jurídicas, Políticas y Sociales de Manuel Ossorio, Sistema representativo hace referencia a lo siguiente:

Se denomina Sistema representativo el régimen de gobierno en que el pueblo no gobierna directamente, sino que lo hace por medio de los representantes por él elegidos. Ya se comprende que es propio de las democracias y contrario alas autocracias. Montesquieu afirmaba que el pueblo es admirable para elegir a aquellos a quienes debe conferir parte de su autoridad, pero no para conducir los asuntos. Y Burdeau sostiene que la representación llena los fines de consagrar la legitimidad de los gobernantes, de expresar la voluntad del pueblo, de suministrar una imagen de la opinión y de determinar una mayoría gubernamental. (Véase asimismo la entrada sobre DEMOCRACIA, «LANDSGEMEINDE».)

Teoría del Sistema representativo

El problema de la representación política desde este plano especulativo
supone una justificación radical de la idea de representación y opera, pues,
como creencia legitimadora de las órdenes e instituciones políticas. En cierto sentido, este planteamiento especulativo lleva implícita la respuesta al
«¿para qué?» del mando en las organizaciones políticas.

Pero la representación puede enfocarse tomándola como «sistema político». El tema es entonces el sistema representativo, en tanto que despliegue
planificado de la conveniencia política en torno a la idea de representación.
Representación viene a significar sistema político representativo. Lo represen’
tativo, como esencial cualificante de las formas o regímenes políticos. Situando
en este plano el tema de la representación, su desarrollo implica la descripción
y explicación del cuadro institucional de un orden político representativo.
Aquí entonces la respuesta implícita es al «¿quién manda efectivamente?» en la
organización política.

Por último, la representación puede tratarse como estudio de las técnicas
concretas que la hacen posible, es decir, estudio de las formas de realizar la re’
presentación como operación. Enfocando así el tema este supone la respuesta al
«¿cómo?» del ejercicio del mando representativo.

DEMOCRACIA Y REPRESENTACIÓN

El emplazamiento topográfico su’ pone la instalación del tema en un marco político unido a aquel en la actual coyuntura de occidente. Ese marco político —de una u otra forma, con más o
menos salvedades—, es la democracia. Tal es el dato primario que nos ofrece
el fenómeno representativo occidental. De aquí que la asociación representa’
ción-democracia, impuesta por la realidad en cuya explicación nos vamos a
adentrar, sea ineluctable. Es más, la lúbrica común, la cualificación menos conv
prometida de la forma política vigente en occidente es la «representativa». El occidente vive la experiencia de una forma política específica, la democracia representativa. Las causas, las razones, la exactitud y el sentido actual de esta cualificación será expuesto más adelante. La vinculación del tema representativo a la democracia queda por ahora prendida —junto al emplazamiento topográfico— tan sólo como ineludible enmarcamiento político de la realidad representativa en el mundo actual.

Cuando la Constituyente francesa en 1789 elabora la teoría de la «representación
política», lo hace instrumentando los más variados y complejos
ingredientes doctrinales y filosóficos, para marcar una posición polémica frente
a la Monarquía, única instancia en la que —en otro orden de ideas y sobre
subsuelos teóricos muy dispares— se centraba con virtualidad operante una
instancia representativa. (No olvidemos que la primera Constitución revolucionaria
de Europa es todavía una Constitución monárquica.) El antagonista
histórico que va a entrar en liza, como titular de la soberanía y como cauce
y a la vez expresión de la representación política, la Nación, surge cargada de
significación sociológica y como expresión de una fuerza social que adviene,
con ella y por ella, a constituirse en fuerza política decisiva, la burguesía. Ese
y no otro es el profundo significado del nuevo personaje en Sieyes que le dio
doctrinalmente carta de naturaleza.

La inercia histórica del contenido polémico con que nace de la teoría moderna
de la representación política, perdura en el trasfondo real y esencial
del problema, mucho más tiempo del que con una visión esquemática y superficial
ha podido creerse. Téngase en cuenta que el proceso democratizador
que va a sufrir Europa hasta la guerra de i9i¿, coexiste en gran parte del viejo
continente con la titularidad monárquica del poder y que ésta sigue configurando
sobre todo en Centroeuropa —bien que en permanente tensión y
con ininterrumpido debilitamiento— la polaridad representativa de una
monarquía constitucional aún no democrática. La tensión se rompe, el equilibrio
se vence, y el proceso se consuma, cuando el concepto de Nación —cuya
unidad es esencialmente histórica—, y su realidad —sociológicamente acondicionada—,
sufre un desplazamiento por el concepto de pueblo —cuya unidad
es ideal— y cuya realidad es natural y cuantitativa.

No podemos adentrarnos en la explicación y consecuencias de ese desplazamiento.
Sólo vamos a indicar —porque afecta directamente a nuestro tema—
que el sufragio adviene entonces como la base de toda representación, y que
ésta logra, al fin, el resultado implícito en uno de sus planteamientos fundacionales.
En la propia Asamblea revolucionaria francesa, y junto a la teoría
del «electorado-función», ligada al concepto objetivo-histórico de Nación, tomó
cuerpo —doctrinal al menos—, la teoría del ‘(electorado-derecho», asociado
al concepto real de pueblo: la primera -supone la soberanía nacional; la segúnda la soberanía popular. «La cualidad de elector no es una función pública a ia que nadie tiene por sí derecho y que la sociedad dispensa en cuanto su interés le prescriba» (Barnave, en I791). Por el contrario, «El derecho del voto es un derecho que nadie puede hurtar a los ciudadanos» (Rousseau). La lucha por la representación sería, pues, la lucha por la extensión del sufragio: la
meta de esa lucha, el sufragio universal. Cuando éste triunfa, la asociación representación-democracia es un hecho. Democracia, es ya democracia representativa.

No deja de ser interesante consignar que la expresión gobierno’representativo
a la que hoy se vuelve, en un sentido y alcance al que se aludirá después,
tuvo su plena significación histórica a mitad del proceso democratizador al
que acabamos de aludir. La lucha por el gobierno representativo corresponde
al tránsito de la Monarquía constitucional a la Monarquía parlamentaria y
supone, por lo mismo, la antedicha tensión polar entre las titularidades representativas
de la Nación y el Rey. Aunque el concepto «gobierno representativo»
ancle sus últimas raíces legitimadoras en la soberanía nacional, hace gravitar
su intencionalidad polémica más en el modo de ejercicio del poder que en la incompartida
titularidad del mismo.

LA CRISIS DE LOS SUPUESTOS DOCTRINALES

¿Cuál es el montaje ideológico que sustenta a la representación y a los sistemas representativos cuando aquella se asocia a la democracia? Se hace preciso esta breve digresión teórica
porque desde ese montaje van a proyectarse las transformaciones fundamentales
de la democracia representativa.

El fenómeno de la representación política se da —como expone J. Conde—
cuando coinciden las siguientes circunstancias: una, que el titular sobre el
cual recae la representación —el representado— constituye una unidad y
una totalidad desde el punto de vista político e ideal; otra, que ese todo, titular
genuino de la voluntad política —voluntad general— no es capaz de
querer y obrar por sí mismo y ha de hacerlo por medio de «representantes»,
a los que confiere ese carácter por el único método válido de producción de la
voluntad general, es decir, por la elección. Es evidente que el horizonte propio
de este planteamiento es el racionalismo liberal. El supuesto metafísico es el
de la existencia de una razón general o universal que está latente en cada hombre
como ser racional. El mecanismo para actualizar esa razón universal es su
articulación mediante la discusión, mediante la concurrencia libre de las oposiciones.

La «volonté genérale» es interpretada como actualización de la razón
universal. El marco de la representación ha de ser aquel que ofrezca la mejor posibilidad institucional para aquella libre concurrencia de opiniones y voluntades: la verdad se alcanzará discutiendo libremente, es decir, «parlamentando».

El Parlamento es la sede natural de la representación.

Vemos, pues, que por un lado la idea de representación constituye la base
legitimadora del orden político, la que lleva aneja la titularidad de la soberanía,
y que por otro se fija el esquema institucional apto para organizar y expresar
esa idea de representación: el parlamentarismo.

Todo ello lleva consigo tres consecuencias cuya conmoción crítica va más
tarde a dar una fisonomía sorprendente a la democracia representativa. La primera
es la transmutación del concepto de «volonté genérale» como voluntad
objetiva, en agregación de voluntades subjetivas y la localización de la misma
en la mayoría numérica. Es decir, una fundamentación individualista de la representación
y de la democracia. La segunda, congruente con la primera, es
la de que —fiel en esto a la posición roussoniana— la pureza del sistema se
vincula a la ausencia de interferencias asociacionales de cualquier índole, entre
el individuo gobernado y las instancias representativas del sistema gobernante.
Esta exigencia incluye la hostilidad hacia los partidos políticos, a los
que ya aludía peyorativamente Washington en los momentos constituyentes
de la democracia americana, considerándoles «facciosos» (6). Esta actitud influye
por muchos decenios en el proceso democrático y va a impedir la aparición
de partidos en el moderno sentido de la expresión hasta 1850 aproximadamente

La tercera consecuencia es la de que el propósito inspirador de
las técnicas de la representación, es decir, de los sistemas electorales, va a ser
el de reflejar lo más exactamente posible las tendencias y tensiones políticas
disociativas. Con ello —así lo hizo Stuart Mili, uno de los más conspicuos iniciadores
del movimiento a favor de la representación proporcional—, el
problema de las formas de realizar la operación representativa por vía electoral,
se instala en el plano racional de la justicia como una secuencia lógica ortodoxa
de las premisas establecidas Tenemos, pues, la representación basada en la titularidad soberana del pueblo: representación democrática en cuanto se legitima por la subordina’
ción de los gobernantes a la voluntad del pueblo. Pero el concepto capital del
sistema entra en crisis y pronto va a negarse la concepción romántica, según la cual la comunidad espiritual y política del pueblo es una unidad apriorística, preexistente, y constantemente activa.

La realidad del pueblo no va a revelar sino un pluralismo de direcciones políticas de voluntad, por lo que parece inadmisible hablar de una unanimidad política capaz de obrar. No puede
aceptarse, ni teórica, ni históricamente, que el pueblo sea una unidad en cierto
modo natural, anterior a la del Estado que viniera a constituir a ésta en virtud
de su propia efectividad. La voluntad del pueblo no es ciertamente en ningún
caso un mero producto racional de la organización de la unidad de dominación
del Estado, pero menos aún que eso es la supuesta voluntad unitaria del pueblo-lo
que crea ¡a esencia de lo estatal con independencia de la organización de
dominación del Estado.

De América, ligada al radical individualismo con que nace la democracia
americana, producto a su vez de las circunstancias históricas fundacionales y
de muy concretos procesos ideológicos, sociales y económicos, de América repetimos,
nos llega elaborada una fundamentación democrática menos conceptualizada
por menos próxima a las coordenadas intelectuales, espirituales y
aun metafísicas que fomentaron en Europa la concepción ideal de la unidad
preexistente del pueblo. Esa fundamentación opera sobre la idea de opinión
pública: el gobierno democrático es el gobierno de la opinión pública: por
la representación se actualiza, potenciando la actividad de las instancias gubernamentales.

No se trata tanto de formular la voluntad real del pueblo cuanto
de autorizar la imputación al pueblo de una actitud no plena ni directamente
configurada como dictado de voluntad. La representación va a pasar, como
dice Burdeau (i i), de ser expresión de vo’.untad a ser imagen de la opinión.
La operación electoral tiene por objeto suministrar una imagen lo más precisa
y exacta posible del estado de la opinión y su resultado será establecer un
mapa político de las tendencias del país.

Como veremos, esta inflexión que cobra el tema de la representación al
transferirse realmente la entidad imputada, tiene sus expresivas implicaciones
en la posterior transformación de la representación y de la democracia. Pero en todo caso, de la opinión pública como titular del poder y preciso- determinante de su ejercicio puede decirse —como la ha hecho también Heller, a quien nos remitimos— lo que referimos al pueblo, pues, en definitiva, el llamado gobierno de la opinión pública es una forma singular de la relativización del poder del primero con la voluntad del segundo. En efecto, la ficción del «Gobierno por la opinión pública» supone una unidad y capacidad de obrar de la
«public opinión» que só!o puede concebirse si se admite la ficción de una voluntad del pueblo que se forma a sí misma sin intervención del elemento autoritario.

El liberalismo le otorgó una capacidad de obrar de la que en realidad
carece, sobreestimando excesivamente su fuerza efectiva frente a los medios
organizados del poder social y estatal. De hecho, las exteriorizaciones de la opinión pública, y a la larga las opiniones mismas, se han visto siempre condicionadas por procedimientos más o menos autoritarios. El mantenimiento del orden social por medio de la aceptación o el repudio de la opinión pública, supone una relativa uniformidad de tales manifestaciones, y éstas a su vez aparecen condicionadas si no por una organización, al menos por su regulación de parte de un sector dirigente.

A los conductores sociales o políticos incumbe la tarea de dar a la opinión
pública —por medio de la dirección y educación— una forma firme y en lo
posible unitaria en las cuestiones vitales para la comunidad política. La opinión
pública —concluye Heller— es tanto más certera en sus juicios o más conscíente en su responsabilidad cuanto más alto sea el grado de desarrollo que esas funciones alcancen en la «élite» dirigente. Sin el influjo consciente y calculado sobre la opinión pública no existe gobierno que pueda cumplir cabalmente su misión.

CRISIS DE LA BASE INSTITUCIONAL

Hemos visto la descomponsición interna —interna al propio pensamiento liberal y democrático— operada en las dos entidades —pueblo y opinión pública— a las que se atribuía unidad y acción preexistentes a la puesta en marcha de la operación representativa: es decir, hemos visto la relativización operada en ambas entidades como titulares últimos de la representación, como las entidades primaria y directamente representadas. Veamos ahora lo que ocurre en el plano institucional de la representación así concebida: en el parlamentarismo. Está montado sobre tres bases consustanciales con el sistema representativo del que es exponente más cualificado. Una, que la voluntad de sus miembros, la de los representantes individualmente considerados, es libre e irresponsable respecto a cualquier grupo parcial de electores y a cualquier dase de mandato específico. Los representantes lo son del pueblo en su unidad y totalidad.

Otra —ya aludida—, la exigencia de que los sistemas electorales
funcionen de manera que la pluralidad de voluntades, opiniones y tendencias
queden reflejadas en la totalidad proporcional de sus radicalizaciones y ‘
matices. La tercera, que las decisiones que se produzcan en nombre de la totalidad
y unidad del pueblo se adopten por mayoría. La primera va a entrar
en crisis con la interferencia de los partidos modernos fuertes y disciplinados.
La segunda va a barrenar la confianza funcional en los Parlamentos al academizar
y perennizar los debates por la tensión diasociativa y desintegradora
de la multiplicidad de pareceres. La tercera va a hacerse, como consecuencia
de la anterior, punto menos que inasequible al fomentarse la pluralidad de
partidos y con ella la de tendencias e intereses.

Los supuestos histórico-reales y doctrinales de la representación democrática tuvieron un desenvolvimiento lento en el tiempo y desigual en el espacio.

Se produce un constante fluir y refluir de adoptaciones históricas en nutrida diversidad de expresiones concretas y cambiantes. Eso que llamamos demoliberalismo ha sido una de las ideas y sistemas más penosamente alumbrados, más históricamente condicionados y más sociológicamente influidos. Pero si hubo un momento de plenitud, de caracteres
en cierto modo conclusos, fue el de la postguerra de J9I8. Esta fecha
—pese al inevitable convencionalismo de las fechas— marca un hito culminante
en el proceso de democratización contemporánea. Madura toda una trayectoria
política del mundo occidental; pero la madurez empieza prontamente
a descomponerse en los años de la entreguerra. Tras la primera conflagración,
alcanza el sufragio universal su extensión máxima y con ello se afianza el principio
democrático como principio -único legitimador de las organizaciones políticas;
se generaliza el régimen parlamentario no sólo por vía de implantación
constituyente —Alemania, Austria—, sino también por cristalización definitiva
de procesos ya iniciados —países escandinavos—. Decae irremisiblemente
el bicameralismo liberal: las Cámaras altas, o disminuyen sensiblemente
sus competencias —Cámaras de los Lores—, o se suprimen —Noruega— o,
democratizadas y en semiparidad con la Cámara baja, se conservan como estructura
representativa de las organizaciones federales. A todo ello —y entre
otras cosas— se une la generalización del sistema electoral basado en la proporcionalidad,
sistema que expuesto y defendido desde mediados del siglo XIX comienza a entrar en vigor: Bélgica, Suecia, Holanda, Noruega, Dinamarca, Suiza, Alemania, Italia…

Autor: Carlos Ollero

Sistema Representativo en el Derecho Argentino

Visión General

La Constitución Nacional, establece en el Art. 1 que Argentina asume una forma de gobierno representativa, republicana y federal.

  • Representativa: significa que el gobierno es ejercido por el pueblo a través de sus representantes, elegidos por el voto. El art. 22 C.N dice que “el pueblo no delibera, ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución”.
  • Federal: está basada en la división territorial del poder entre el gobierno nacional y los gobiernos provinciales -autónomos en el establecimiento de sus instituciones y de sus constituciones locales-,quienes “conservan todo el poder no delegado por esta Constitución al Gobierno Federal” (Art 121 C.N.)
  • Republicana: se basa en la división, control y equilibrio de poderes, con el objetivo de garantizar las libertades individuales.

Se divide esta última, como en la mayoría de países, en tres poderes o funciones:

  • Ejecutivo: gobernar, administrar y ejecutar el programa político.
  • Legislativo: legislar y controlar.
  • Judicial: administrar justicia.

Sistema Representativo

Recursos

Véase También

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