Golpe de Estado de 1976

Golpe de Estado Argentino de 1976 en Argentina

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Nota: véase más sobre la dictadura argentina.

Juan Domingo Perón murió el 1 de julio de 1974 en Buenos Aires, durante su tercer mandato presidencial, conocido como el «tercer peronismo», al que accedió después de dieciocho años de exilio en España, residiendo en el madrileño barrio de Puerta de Hierro. Perón fue una de las figuras más influyentes en la historia argentina del siglo XX. A lo largo de sus tres mandatos consiguió crear todo un movimiento y con él una familia política, dispar y compleja, que incluía facciones tanto de izquierdas como de derechas. Un paro cardíaco le impidió cumplir su período presidencial en un momento en el que Argentina y, en general toda Sudamérica, atravesaba tiempos de inestabilidad política. A su muerte asumió el cargo su segunda esposa, que hasta entonces ocupaba la vicepresidencia, María Estela Martínez de Perón, Isabelita, como la llamaban cariñosamente en alusión al nombre artístico que había usado cuando se dedicaba a la danza años atrás.

Entre 1966 y 1973, Argentina ya había probado el amargo sabor de la dictadura militar durante la autodenominada «Revolución argentina». Durante este período, tres presidentes ilegítimos gobernaron el país. El general Juan Carlos Onganía derrocó al presidente constitucional Arturo Umberto Illia. A Onganía lo sucedió en 1970 el general Roberto Marcelo Levingston y en 1971 el general Alejandro Agustín Lanusse, hasta que, en 1973, asumió el cargo Héctor José Cámpora. Fue durante esta época cuando los «montoneros» empezaron a darse a conocer. Los montoneros se identificaban con el ala izquierda del peronismo que trataba de derrocar al régimen militar, traer de vuelta del exilio a Perón e instaurar un nuevo modelo de gobierno basado en un socialismo nacional. Finalmente, la dictadura cayó y, con la investidura del presidente Cámpora, se esperaba el regreso a la democracia. Su brevísimo mandato de cuarenta y cinco días dio paso al de Lastiri, y al fin a la llegada de Perón. Sin embargo, este último, dando un giro hacia la derecha, retiró su apoyo a los montoneros que, a pesar de ello, mantuvieron sus actividades. La violencia y la inestabilidad política eran notables en el país. Mientras tanto, la derecha más reaccionaria se estaba preparando. Como si de un cirujano de hierro se tratara, el conservadurismo argentino y el estamento militar buscaban sacar rédito político de la convulsa situación reforzando la percepción de inseguridad e inestabilidad política con la creación de su propio brazo terrorista y paramilitar, la Alianza Anticomunista Argentina o Triple A.

La Triple A estaba dirigida por José López Rega, antiguo policía y ministro de Bienestar Social con Perón. Como allegado de Perón y de su mujer, el ascenso político de éste fue meteórico. Representaba al peronismo de derechas, hostil con el socialismo y con la interpretación izquierdista de las veinte grandes verdades justicialistas que conformaban los postulados originales de Perón. Desde su cartera ministerial coordinó las acciones de la Triple A, al principio notoriamente caóticas. Esta organización ultraderechista eliminó a cientos de personas consideradas subversivas con un doble objetivo: la desaparición física de opositores y la instauración de una sensación palpable de terror e inquietud en las calles. La Triple A reveló el ingrediente secreto y esencial para un caldo de cultivo que desembocaría, irremediablemente, en el golpe de Estado de 1976. De hecho, la Triple A no desapareció con el nuevo régimen, sino que fue oficializada por el Gobierno; el terrorismo pasaba así a convertirse en terrorismo de Estado.

Con el ascenso al poder de Isabel Martínez de Perón en solitario, los militares vieron una oportunidad ideal para dirigir el Gobierno bajo cuerda, intensificar su acción violenta y llevar a la población a la conclusión de que la única vía para salvar a la República era el establecimiento de un régimen militar. Porque lo cierto es que antes de un golpe tiene que haber un caldo de cultivo, deben existir unos conspiradores en la sombra, un plan trazado con meticulosidad, una urdimbre empresarial que provea de financiación y un brazo ejecutor que, llegado el momento, iguale o supere en número, fuerza y rango a aquellos que pretenden derrocar. Para ello, además, resulta crucial un mínimo factor sorpresa, aunque paradójicamente en Argentina ya se cavilaba que, a causa del inmovilismo de un gobierno noqueado por los acontecimientos, un puñado de gerifaltes insurrectos asaltaría el poder y conduciría irremisiblemente a la ruptura del sistema. Sin embargo, para que una toma de poder sea exitosa —cuestión que pasa de forma inevitable por tumbar al Gobierno establecido de la forma en que haga falta— resulta preciso mantener en secreto el modus operandi: nada de lo que ha de acontecer más adelante debe ser revelado hasta el final. En el caso argentino, los planes golpistas se encubrieron bajo la apariencia de la lucha antiterrorista.

Las presiones a las que fue sometida Isabelita la obligaron, en febrero de 1975,[11] a firmar el Decreto 261/75, con el que se sentaba la base estructural para la creación de organismos de inteligencia para la represión y desaparición de sujetos subversivos en la provincia de Tucumán, en la que los montoneros gozaban de gran influencia. Se inauguraba así el «Operativo Independencia».

«Algunos de nosotros estábamos convencidos de que el golpe de Estado era inminente. Cuando yo renuncio al Ministerio de Economía y Carlos Ruckauf al Ministerio de Trabajo nos fuimos a ver juntos a la presidenta y le dijimos: “Señora, acá lo que hay que ver es la forma en la que vamos a caer, pero caer caemos”», recordó tiempo después Antonio Cafiero, exministro del Gobierno legítimo. Y, en efecto, cayeron.

A causa de unos problemas de salud, Isabelita de Perón cedió la presidencia a Ítalo Argentino Luder, y los militares no desaprovecharon la ocasión. El 6 de octubre de 1975, Luder, presidente en funciones, firmó tres decretos que darían cobertura a la represión que se avecinaba bajo la excusa de combatir el terrorismo. El Decreto 2770/75, por el que se constituía el Consejo de Seguridad Interior y Consejo de Defensa;[12] el 2771/75, por el que se disponían los medios necesarios para la lucha contra la subversión a través del Ministerio de Interior;[13] y el 2772/75, en el que se ordenaba la ejecución de operaciones militares y de seguridad a efectos de «aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el territorio del país».[14] Con toda la razón estos decretos fueron popularmente conocidos con el elocuente nombre de «decretos de aniquilamiento».[15] Ello supuso el diseño de una cobertura legal para la Triple A, que seguía sembrando el terror y la sensación de desastre nacional en las calles.
Isabelita retomó la presidencia en octubre, pero la situación se fue haciendo cada vez más insostenible. En diciembre de 1975 hubo algunos conatos de sublevación. Finalmente, el 24 de marzo de 1976 sucedió lo que muchos vaticinaban como irremediable: el golpe militar derrocó el Gobierno legítimo y democrático de Isabelita e instauró el llamado «Proceso de Reorganización Nacional», una dictadura cívico-militar criminal, al mando, en un principio, del teniente general Jorge Rafael Videla.

EL PROCESO DE REORGANIZACIÓN NACIONAL

Las numerosas y severísimas leyes represivas dictadas durante el año 1975 seguían pareciendo insuficientes a los militares. Aquellos decretos buscaban combatir supuestas actividades subversivas, agravar las penas, diseñar figuras delictivas a medida de sus planes y restringir la salida del país a la población. Toda la fuerza del Estado estaba dirigida hacia la aniquilación de los grupos revolucionarios violentos, que, en realidad, estaban ya notablemente desarticulados. Pero para los líderes militares de las tres armas seguía sin ser suficiente, a pesar de que, de facto, junto con los jefes de policía y de los servicios de inteligencia, ya ocupaban el poder. A Videla, primer presidente de la Junta Militar le siguieron, a partir de 1981, Viola, Galtieri y Bignone. Durante aquellos años se coordinaron para materializar el Proceso y la lucha contra la subversión, que tenía por objeto real la destrucción sistemática de aquellos que se opusiesen a su concepción de nación y no encajaran en su idea de «civilización occidental y cristiana».

Sus objetivos podían pertenecer a cualquier profesión e ideología, actividad sindical, artística, intelectual e incluso etnia o religión. Pero en su punto de mira también se encontraban estudiantes, obreros, amas de casa, niños, discapacitados, políticos, sindicalistas, abogados o judíos. Como en todos los regímenes sanguinarios, la paranoia subversiva señalaba a casi cualquiera como participante en actividades terroristas.

Para ejecutar su política represiva, las Juntas Militares se valieron de su estructura bien organizada (formando los grupos de tareas), del respeto a la jerarquía y a las órdenes secretas, de la división militar del país en seis zonas geográficas y del establecimiento de más de seiscientos centros de detención y torturas por todo el territorio nacional.

En nombre del Proceso de Reorganización Nacional, la dictadura dejó un reguero de víctimas, como si un tsunami hubiese cabalgado desde el océano y se hubiera adentrado por el Río de la Plata hasta sepultar la República entera; como si un terremoto hubiera devastado el país; como si hubiesen arrastrado una guerra de cien años y fuera necesario levantar de nuevo edificios y carreteras. Pero nada de eso había ocurrido, no había nada que reconstruir. Se lo inventaron. Tramaron el ardid perfecto removiendo los sentimientos, las fobias a las ideologías y el fantasma del terrorismo, cuando estaba claro que el movimiento montonero ya no suponía un riesgo para el Estado. Implantaron la macabra e inconsistente «teoría de los dos demonios», que aún hoy defienden aquellos a quienes ni la fuerza de los centenares de condenas por crímenes de lesa humanidad consigue mover un ápice de su marmóreo inmovilismo, negando la evidencia histórica de una represión selectiva, pero sistemática, de los oponentes políticos. Excusas del pasado para reiniciar de cero a un país entero, como si pudiera construirse o moldearse algo tan etéreo y propio como el alma o el corazón de los seres humanos.

Así lo atestiguan los miles de víctimas que dejaron a su paso y cuyas identidades importan porque representan el dolor de todos, pero sobre todo el de quienes intentaron evitar aquella locura. Entre otras muchas, están Miriam Lewin, Ana Testa, Víctor Basterra, Azucena Villaflor, la familia Labrador, Chicha Mariani, la familia Carlotto, la familia Bonafini, los jóvenes de la noche de los lápices, los militares valientes que no se rindieron, los periodistas fieles a la libertad, las madres a las que les robaron a sus hijos, los hijos que perdieron su identidad, las abuelas a las que les robaron sus nietos… Ellos son los protagonistas de esta historia de dolor y de muerte, pero sobre todo de valentía y heroísmo frente a quienes quisieron eliminarlos como pueblo.

En todo lo que aquí se narra, una palabra, la de la víctima, irá adoptando decenas de rostros. Unas veces estos darán vida a relatos muy similares ante tormentos sufridos una y otra vez. Otras tendrán nombres y apellidos de personas que fueron capaces de compartir primero el testimonio de sus desgracias con un confidente en la intimidad; que después lo desvelaron ante un desconocido, tal vez un abogado, que se convertiría en su aliado y valedor; y que, por último, lo reprodujeron con todo lujo de detalles ante un juez, quizá a miles de kilómetros de donde habían ocurrido los hechos. Con todo ello, estos rostros tal vez tengan la sensación, al menos, de que las puertas de la Justicia, que se abrieron para juzgar a los responsables y después se cerraron de golpe, ahora se abren de forma irreversible para exigir que los perpetradores rindan cuenta de sus atrocidades.

Es verdaderamente impresionante, y he podido observarlo en numerosas ocasiones y lugares, que todas las víctimas hacen gala de unos mismos valores, como la necesidad de verdad, de justicia y de reparación, y buscan siempre que no vuelva a repetirse la misma ignominia que ellas sufrieron. No obstante, jamás he apreciado el menor ánimo de venganza, ni siquiera el interés crematístico que legítimamente les correspondería.

De no haber sido por esa valentía que demostraron las víctimas al contar su experiencia, ese mecanismo ignoto que de repente se activa en lo más profundo de su ser y les hace emprender un camino inextricable hacia la Justicia, poco o nada se habría conseguido en su derecho, reclamado o no, a la reparación. Por eso fue (y es) tan importante alzar la voz, cuando las heridas enmudecen los sentidos de quienes padecieron una y otra vez la ira de los verdugos. Sólo de esta forma se construye la memoria, con la fuerza del presente y la voluntad de permanecer en el futuro dando solidez a los cimientos de unas reivindicaciones justas y dando forma a una verdad secuestrada durante demasiado tiempo.

En toda esta historia falta la voz de los victimarios, cobardes hasta el final de los tiempos, envueltos en una especie de aura de legitimidad asesina, en una visión distorsionada de la realidad, para justificar sus acciones. Pero hay una cosa que jamás consiguieron: arrebatar la dignidad a las víctimas. El «Acta de Propósitos y Objetivos», aquel documento con pretensiones de ser constituyente, adoptado el 24 de marzo de 1976, los identifica y señala como lo que fueron. El acta aludía a la moralidad, la idoneidad y la eficiencia para reconstruir el contenido y la imagen de la nación, que sólo existía en el interior de sus mentes; para alcanzarla, debían erradicar la subversión, recuperar la vigencia de la moral cristiana y otras premisas igual de grandilocuentes. Es decir, el abecé de una concepción fascista promulgada por los comandantes del ejército, la armada y la fuerza aérea, integrantes de la Junta Militar. «Es como si cada uno de ellos pensase que es Dios y que puede definir qué hace con un ser humano, y a partir de ahí todo era válido y estaba permitido», rememoraba una víctima. Acaso pensaran que eran como Dios, cuando no Dios mismo, manifestó esta misma víctima en un juicio posterior. Y no andaba desencaminada en su afirmación, pues en este caso Dios sí gozó de hijos en la Tierra que actuaban en su nombre y afirmaban tenerlo de su lado: los políticos, empresarios y militares corrompidos que se unieron para poner en práctica un poderoso plan sistemático de eliminación contra todos aquellos que se oponían a sus objetivos. Este reclamo ya era conocido en España, pues la dictadura franquista entronizó su pervivencia con la bendición divina y la cobertura «bajo palio» del dictador Franco, Generalísimo y Caudillo por la gracia de Dios.

Tal era la subversión que tenía que ser erradicada de Argentina, la de víctimas cuyo único pecado era pensar diferente, ser demócratas, querer un mundo mejor, como el que había soñado unos años antes al otro lado de la cordillera de los Andes un tal Salvador Allende, un sueño que había sido cercenado por otro dictador de nuevo cuño, Augusto Pinochet, auspiciado por la Administración estadounidense de la época. Este era, para ellos, el peor de los crímenes; había que eliminar la peste de la izquierda, pues todos eran socialistas, comunistas o guerrilleros, y eso era inasumible para la paz y la concordia en el díscolo sur del continente americano. La Doctrina de Seguridad Nacional importada desde Europa y actualizada por Estados Unidos era el único credo político posible. Y, tal y como señala Kafka en El proceso, la represión, una vez iniciada, no puede detenerse, necesita seguir siendo alimentada; de modo que, una vez eliminadas las víctimas previstas, les toca el turno a quienes tan sólo pensaban diferente a los represores. Quien discrepara debía ser ejecutado o desaparecido sin importar la edad ni la filiación, pues todo era contaminante. Así tuvo lugar la represión, que se inauguró en la provincia de Tucumán, incluso antes del golpe militar, bajo el nombre de «Operativo Independencia», en una serie de acciones diseñadas por los militares.

En ese momento, el terrorismo de Estado se había extendido ya por todo el Cono Sur bajo el paraguas de Estados Unidos y sus servicios de inteligencia. Pero esto comenzó antes, durante la Segunda Guerra Mundial. El 7 de diciembre de 1941, el régimen nazi dictó el Nacht-und-Nebel-Erlass (Decreto Noche y Niebla), cuyo propósito fue la desaparición de miles de personas acusadas de pertenecer a movimientos de resistencia en los países ocupados, siendo éste uno de los precedentes mejor documentados de la desaparición forzada de personas. En el juicio de Núremberg se condenó al mariscal de campo Wilhelm Keitel por crímenes de guerra, dada su participación en la implementación del mencionado Decreto Noche y Niebla. Posteriormente, la tortura, el asesinato y la desaparición de adversarios continuó siendo utilizada como arma de guerra. Dos de los ejemplos más citados son, por una parte, las guerras de descolonización de Francia contra Indochina y Argelia, durante las que se aplicó la nueva doctrina francesa de contrainsurgencia (guerre révolutionnaire) y, por otra, la guerra de Estados Unidos contra Vietnam. La doctrina de contrainsurgencia francesa, que en Latinoamérica adoptó el nombre de «Doctrina de Seguridad Nacional», ofrecía un marco teórico para la legitimación del terrorismo de Estado y atendía a la necesidad de encubrir los crímenes del escrutinio internacional en materia de derechos humanos. Los militares franceses que actuaron en la contrainsurgencia argelina habían desarrollado un manual que enseñarían en la Escuela de las Américas a cientos de militares latinoamericanos.[16] Sin embargo, los represores argentinos fueron un paso más allá y enviaron soldados a Francia para que se formasen en la guerra antisubversiva. Más adelante, incluso hicieron viajar a personal francés para que impartirse cursos en Argentina.[17]

EL GOLPE DE ESTADO: EL DÍA CLAVE

El 24 de marzo de 1976 tres militares suben la escalera con decisión, sin alardes ni concesiones a quienes les observan, principalmente otros militares y algunos reporteros que fotografían o filman ese momento. Sólo los disparos de los fotógrafos, cuyas imágenes abrirán las portadas de todos los periódicos, resuenan en el entorno de una jornada que se intuye en calma. La grabación que inmortaliza esta escena deja entrever algunos tramos de la avenida por la que circulan coches y algún que otro ciclomotor, muestra inequívoca de cotidianeidad.

Nadie diría que esos tres hombres uniformados acaban de dar un golpe de Estado. Tampoco su actitud, sus cabezas gachas y la diligencia de sus andares revela, en el corto camino que recorren desde el vehículo blindado hasta el interior del edificio, los signos altivos de la recién inaugurada autoridad. Tal vez se deba a la relativa facilidad con que se ha gestado todo; a la falta de presencia real desde el octubre anterior de la presidenta Isabelita de Perón; a los ensayos previos, como la puesta en marcha del Operativo Independencia en febrero de 1975; o a la falta de resistencia de las últimas horas y la tranquilidad de saber que, tarde o temprano, esto iba a suceder y que nadie haría nada para impedirlo. Ni siquiera fue preciso blandir las armas para arrestar a la presidenta, retenida, indefensa e inoperante en la base militar del aeropuerto Metropolitano. Casualmente, el helicóptero que debía trasladarla desde la Casa de Gobierno a la quinta de Olivos había sufrido un problema mecánico y aterrizó en la base militar, cumpliéndose así la primera fase del plan.

Casi veintiún años después, el 3 de febrero de 1997, la expresidenta habló conmigo por primera vez en mi despacho del Juzgado Central de Instrucción n.º 5 de la Audiencia Nacional, en Madrid, al prestar declaración judicial: «Recuerdo que salí del palacio presidencial, la Casa Rosada, para dirigirme en helicóptero a la residencia oficial de Olivos; me vi sorprendida y el helicóptero no se dirigió a aquélla, sino a una base militar en donde me introdujeron en un avión con destino a Mesidor (Bariloche) sin más explicaciones que la de que una junta militar había asumido el poder y que estaba detenida». Todo ocurrió, pues, sin derramar una sola gota de sangre, limpiamente. Como todo golpe de Estado fue una maniobra por definición meditada, subrepticia, a traición y sucia. Pero volvamos a los tres protagonistas.

Después de subir la escalera, acceden al edificio uno a uno, sin alharacas ni muestra alguna de la solemnidad que suele comportar un instante así; de este modo ingresan los nuevos «amos» al lugar donde horas antes gobernaban otros. No obstante, como diría años después en su declaración judicial la expresidenta Isabelita de Perón, a partir de su reincorporación a finales de 1975 «el golpe de Estado era ya latente, manteniéndome los últimos meses de mi mandato como si no fuera presidenta, como una especie de figura decorativa… no sé quién regía el país en esos momentos… me sentía absolutamente sola, nadie me informaba de la marcha del país, ni de lo que se estaba haciendo o se iba a hacer».

Sólo el comandante Massera, segundo en cruzar la puerta, amaga un saludo militar ante un soldado de menor rango, que contesta cabizbajo con un gesto fugaz y carente de energía. Videla, el encargado de abrir camino, ni se ha dignado a mirar alrededor y Agosti, el último, ha pasado de largo sin levantar la mirada. Es imposible saber si esta llamativa indiferencia (o tribulación, quién sabe) se hubiera quebrado si una multitud exultante se hubiese agolpado profiriendo gritos de júbilo y proclamas de apoyo y ánimo a los advenedizos. Pero nada de eso sucede, ni desfiles apoteósicos o símbolos grandilocuentes que anuncien el nuevo orden. Únicamente sus uniformes revelan su identidad, marca inequívoca del movimiento militar iniciado.

Tres y diez de la madrugada del 24 de marzo de 1976. Comunicado número uno de la Junta de Comandantes Generales: «Se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta Militar. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de la autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones. Firmado: Jorge Rafael Videla, teniente general, comandante general del ejército; Emilio Eduardo Massera, almirante, comandante general de la armada; Orlando Ramón Agosti, brigadier general, comandante general de la fuerza aérea». Una larga y oscura noche comenzaba en Argentina.

He aquí el principio del horror. Que esos nombres queden impresos en la mente de todos los argentinos, y que nunca los olviden. Tal es el inicio de toda dictadura militar, en Argentina y en cualquier parte del mundo, donde bastan cuatro sencillas líneas y la rúbrica de sus muñidores como aviso atemorizador para la población, a fin de someterla bajo la más efectiva de las armas, el miedo, que lleva a bajar la cabeza y a pedir al torturador que otorgue algo de humanidad.

En primer lugar, fueron ocupados hospitales, escuelas, sedes partidarias, edificios de prensa, dependencias públicas y la Casa de Gobierno. También fue prioritaria la captura y el apresamiento de líderes políticos, economistas y periodistas, guerrilleros y sindicalistas combativos. Les seguirían los colaboradores del Gobierno en vigor y sus simpatizantes y, por supuesto, se acordó la detención de la máxima responsable del país, Isabel Perón, aunque su neutralización era un secreto a voces desde hacía meses. A partir de ese momento, los tres comandantes asumieron efectivamente el gobierno de la República y activaron su propia maquinaria de poder: anularon los mandatos de Perón y disolvieron el Congreso de la Nación Argentina, las legislaturas provinciales y los concejos deliberantes de los municipios; removieron a los integrantes de la Corte Suprema de Justicia y de los tribunales superiores de las provincias y a sus funcionarios; suspendieron la actividad de los partidos políticos en todo el territorio nacional, así como, por supuesto, la de los sindicatos y empresas; y dictaron el Estatuto para el Proceso de Reorganización Nacional, que contenía el nuevo orden que regiría los destinos de Argentina durante los próximos años.[18] En síntesis, un golpe de Estado planeado al milímetro, cuyo régimen del terror se prolongaría hasta finales de 1983.

Lo que vino después responde también al patrón de toda dictadura que se precie, e incluso fue vaticinado por algunos en una fatal premonición. Éste fue el caso del médico y político Óscar Alende, que ya había atravesado experiencias similares en el pasado y que lanzó la advertencia por radio minutos antes de que la normalidad democrática saltara por los aires: «Los gobiernos militares que nos rodean más allá de las fronteras son gobiernos aliados con las corporaciones multinacionales y con la filosofía y la práctica de la dependencia. Y recuerdo que, desde una Alta Tribuna militar, un teniente general sostuvo, no hace mucho, que cada vez que los militares toman el poder en la Argentina resulta que no solucionan ningún problema y agravan los existentes».[19] Y así fue, aunque se quedó corto en su advertencia. (…)

Entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983, principalmente en los cinco primeros años, se produce un exterminio masivo de ciudadanos y se impone un régimen de terror generalizado a través de la muerte, el secuestro, la desaparición forzada de personas y las torturas inferidas con métodos «científicos», reducción a servidumbre, apropiación y sustitución de identidad de niños, de los que son víctimas decenas de miles de personas a lo largo y ancho del territorio de la República Argentina y fuera del mismo, mediante la ayuda y colaboración de otros gobiernos afines que aplican o habían aplicado similares métodos de represión, como el liderado en Chile por Augusto Pinochet Ugarte, el de Paraguay, el de Uruguay o el de Bolivia. No faltan tampoco las acciones de los represores, dirigidas contra los bienes muebles e inmuebles de las víctimas adjudicándoselos de forma arbitraria y continuada hasta sustraerlos totalmente del ámbito de disposición de sus legítimos propietarios o sus descendientes e incorporándolos a los propios patrimonios o a los de terceras personas. Para conseguir esta finalidad criminal proyectada desde la cúpula del poder militar, a lo largo de 1975 y los tres primeros meses de 1976, cuando todavía formalmente existía un régimen democrático constitucional, se desarrollan variadas acciones a través de organizaciones paramilitares como la «Triple A», que actúan con el apoyo de los responsables militares y coordinados con ellos, contra otras organizaciones revolucionarias violentas como Montoneros o ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) y contra ciudadanos en forma indiscriminada, dándoles muerte en plena calle o en cualquier sitio que sea idóneo para generar una sensación de desastre y terror generalizado que justifique el advenimiento del poder militar […]

Los máximos responsables militares y los jefes de los correspondientes comandos van a aprovechar la propia estructura militar de la nación, dividida en seis zonas, a su vez divididas en subzonas y áreas.

En ellas se habilitaron dependencias militares y lugares idóneos para ser utilizados como centros clandestinos de detención en los que se recluía a los opositores y se les … tortura, [para] obtener información, para posteriormente matarlos o mantenerlos secuestrados, consiguiendo con ello una limpieza familiar, social, intelectual, sindical, religiosa e incluso étnica parcial, que permita cumplir el plan trazado de construir una «Nueva Argentina» purificada de la «contaminación subversiva y atea» y, simultáneamente, dar la sensación de que la violencia en las calles había desaparecido por el accionar antisubversivo del ejército, ocultando la realidad a la comunidad internacional.

Un elevadísimo número de personas circuló por estos centros clandestinos. Los cambios periódicos de ubicación de los detenidos tenían por finalidad dificultar aún más la búsqueda de los desaparecidos por parte de sus familiares y de los organismos internacionales. Ni los ciudadanos ni la comunidad internacional debían conocer la realidad de lo que estaba sucediendo, para no dificultar las negociaciones o inspecciones que pudieran tener lugar.

Aun cuando no hay cifras definitivas, según las estimaciones oficiales de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) el número total de desaparecidos en Argentina durante la dictadura asciende a unas diez mil personas, aunque las estimaciones realizadas por organizaciones de víctimas son de treinta mil. Un informe de Amnistía Internacional publicado en el año 1983 estimaba que durante los tres primeros años las estimaciones oscilaban entre seis mil y siete mil víctimas,[20] en tanto que los propios militares argentinos calculaban en veintidós mil la cifra de desaparecidos ya en julio de 1978.[21] Dentro de estas víctimas, se han contabilizado casi seiscientos españoles o descendientes de españoles.

Además de la práctica sistemática de la tortura, los abusos y agresiones sexuales, los enterramientos en fosas comunes, los vuelos de la muerte, las cremaciones de cuerpos, el saqueo de bienes y enseres, la dictadura argentina se caracterizó por la sustracción y consiguiente desaparición de niños y recién nacidos. Según algunos estudios estos podrían ascender a más de quinientos, arrebatados a sus madres y entregados a familias «de bien» previamente seleccionadas por su orientación política y su «moral occidental y cristiana», con el fin de educarlos lejos de la «ideología de sus entornos familiares naturales». Para ello alteraron el estado civil, facilitando adopciones irregulares, e incluso se recurrió a la simulación de embarazos y falsificación de partidas de nacimiento para hacerlos pasar como hijos propios. De este modo, los niños y recién nacidos perdieron su identidad familiar y la adscripción al grupo ideológico al que pertenecían sus padres biológicos.

El esquema represivo respondía a una estructura férrea y estrictamente militar, en la que incluso los miembros de las fuerzas de seguridad eran castigados cuando criticaban y se oponían a la masacre, o cuando algunos reclamaban por sus familiares desaparecidos, como es el caso, entre otros, del teniente Devoto, que fue arrojado en uno de los vuelos de la muerte. El auto de procesamiento (de Garzón) de 2 de noviembre de 1999 añadía:

«En esta dinámica, nada se deja al azar ya [que] el sistema funciona verticalmente según la estructura jerárquica de las fuerzas armadas, de seguridad e inteligencia, y, horizontalmente por armas o clases, pero con rígida coordinación impuesta en última instancia por los componentes de las sucesivas Juntas Militares, estados mayores del ejército, armada, fuerza aérea y sus equivalentes en la policía y demás fuerzas de seguridad e inteligencia. […]

En el desarrollo del operativo general diseñado, los denominados Grupos de Tareas o Unidad de Tareas están integrados por personal militar, civil y de inteligencia y actúan organizadamente en el seno mismo de las fuerzas del orden, que aparecen como una especie de «nodriza» que va dando a luz grupos según la decisión de los responsables jerárquicos, y las necesidades de represión del momento.

La jerarquía militar se expresaba mediante órdenes secretas, verbales o escritas, directivas confidenciales o las denominadas «órdenes de batalla».[22] Una de las primeras y más claras fue la directiva 404/75, denominada «Lucha contra la subversión»,[23] promulgada por el comandante general del ejército y de la cual emanaron varias «órdenes de batalla» que especificaban las instrucciones de acción para cada una de las zonas jurisdiccionales.

La dictadura cívico-militar argentina, como vaticinaron Alende y otros tantos demócratas, dejaría no sólo un altísimo número de víctimas, sino también el legado de una gestión desastrosa a todos los niveles en un país que tardaría años en recuperarse. Según algunos expertos, durante el Proceso de Reorganización Nacional la concentración de la riqueza en unos grupos económicos determinados se llevó por delante a las organizaciones político-sociales. Además, los sindicatos fueron intervenidos y se dictaron leyes de «prescindibilidad» que amparaban el despido sin causa justificada ni indemnización a los trabajadores de la administración pública, incluso en contra del propio texto constitucional. Todo ello con el aval de una Corte Suprema compuesta por miembros designados por el propio régimen.[24] Se anuló, además, toda posibilidad de negociación entre trabajadores y empresarios, el Estado fijó los salarios, que cayeron un 40 por ciento, mientras los precios se disparaban un 75 por ciento. A causa de los préstamos del Tesoro Nacional de Estados Unidos y de compañías extranjeras, se estima que el país alcanzó una deuda pública externa de aproximadamente 45.000 millones de dólares. Se desmanteló el aparato industrial y productivo, se cercenó el patrimonio social y cultural, se destinó un bajísimo presupuesto para educación y se sumió en la pobreza, exiliados aparte, a millones de argentinos. Las consecuencias económicas de la dictadura aún se sienten hoy en el tejido económico y social del país, treinta y cinco años después de su final.[25]

Los mismos poderes económicos que patrocinaron los crímenes y el descalabro económico en beneficio propio, durante la dictadura, se opusieron después al examen necesario de la Justicia, y ejercieron su influencia no sólo para perpetuar un modelo económico y social que los favorecía, sino también para mantener el control de las altas esferas del poder judicial, impidiendo así una Justicia independiente. Este mismo comportamiento del poder económico es posible apreciarlo, lamentablemente, en otros muchos países ya democráticos, en los que ha desplegado toda su red de contactos formales e informales para garantizar la impunidad de aquellos que en el pasado destruyeron vidas y contaminaron el futuro de muchos ciudadanos. Esta transgresión de los límites de la legalidad, antes por la fuerza y ahora mediante tramas de corrupción, siempre se produce bajo el pretexto de defender valores como la libertad económica y el progreso, llegando incluso, en caso de ser necesario, a sembrar la inseguridad y el pánico social para justificar sus medidas.

Desde el establecimiento de la primera Junta Militar, la consideración de «elemento subversivo» se amplió a cualquier persona que manifestara la menor discrepancia con la idea de país sustentada por la Junta o con los medios utilizados para imponerla. Como se reflejaba en la denuncia de la Unión Progresista de Fiscales, de marzo de 1996, con la que se inició la causa judicial en España, se trataba de personas «cuyo único denominador común consistía en resultar opositores políticos de las doctrinas propugnadas por los golpistas». Esto incluía a militantes de partidos políticos y organizaciones sindicales, pero también a miembros de asociaciones ciudadanas y vecinales, escritores, intelectuales, profesionales, profesores y estudiantes universitarios, a quienes se fueron añadiendo familiares, amigos, conocidos o vecinos de los anteriores, víctimas todas de un plan de exterminio que, al momento de la denuncia, aún no había sido juzgado con toda la profundidad y contundencia requeridas.
En abril de 1977 la Junta emitió otra directiva para el período de 1977 y 1978 en la que podía advertirse claramente que su interés radicaba ahora, más que en el combate a la subversión, en la adopción de medidas para dominar a la población y sus recursos:

3) La acción militar directa ha producido un virtual aniquilamiento de las organizaciones subversivas, con un desgaste aproximado al 90 por ciento de su personal encuadrado, mientras la acción militar de apoyo a las estrategias sectoriales de cada Ministerio, actuando sin la conveniente orientación que le hubiera dado un planeamiento adecuado del sector gubernamental en lo que hace a la lucha contra la subversión, ha conseguido sólo una temporaria normalización de los ámbitos prioritarios, donde, precisamente ha reforzado su accionar el oponente. […]
4) Este cambio de la delincuencia subversiva y la existencia de problemas económico-laborales que aún inciden negativamente sobre la población, exige de la acción de Gobierno una preferente atención para superar frustraciones que el oponente esgrime como causas de lucha, y de la acción militar, el mantenimiento de un ritmo constante de empleo, que otorgue el tiempo necesario para alcanzar los objetivos.»

Fuente: Baltasar Garzón, libro «No a la Impunidad»

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