Carcelaje

Carcelaje en Argentina en Argentina

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Definición de Carcelaje

Según el concepto de Carcelaje que brinda el Diccionario de Ciencias Jurídicas, Políticas y Sociales de Manuel Ossorio, Carcelaje hace referencia a lo siguiente:

Detención en cárcel.

Concepto Alternativo del Término

Tiempo que se está en prisión.

Concepto Alternativo del Término

Antiguamente, derecho que abonaba el que salía de encarcelamiento.

Tortura durante el golpe de estado argentino de 1976

La tortura, en todos los tiempos y en todos los contextos, degrada al ser humano en lo más íntimo. Los represores argentinos la practicaron sistemáticamente sobre todos y cada uno de los detenidos, bien para extraer información o conseguir una confesión, para que acusaran a otros, alimentando así la siniestra maquinaria de la represión, para que revelaran sus bienes y así poder apropiárselos, o simplemente debido a una crueldad alentada por motivos ideológicos o religiosos. Aplicaron sobre los cuerpos y mentes de los detenidos una acción constante, empleando los más diversos métodos para conseguir su destrucción física, psíquica y psicológica, así como con el objetivo de causarles una desesperación tal que los llevara a desear la muerte para escapar de tanto sufrimiento.

Los detenidos permanecían siempre «tabicados» en sus cubículos, llamados «cuchas» por los represores, divididos entre sí por planchas de madera de dos metros de largo por setenta centímetros de alto. En el interior del cubículo sólo había sitio para una colchoneta sucia sobre la que yacían sin poder moverse ni hablar. En estos habitáculos en los que apenas cabía el cuerpo, los detenidos permanecían inmovilizados y sin posibilidad de cubrir sus mínimas necesidades vitales, encapuchados con el fin de perder toda noción de espacio y tiempo, sujetos con grilletes en manos y pies. El lugar se mantenía en penumbra, casi sin ventilación. Sólo la aparición ocasional de algunas ratas rompía la desesperante monotonía. La comida consistía en una infusión de mate por la mañana y por la tarde, y un pedazo de pan con carne al mediodía y por la noche.

Los gritos de dolor en las sesiones de la picana eléctrica se mezclaban con los ruidos de las cadenas sujetas a los tobillos que se arrastraban pesadamente durante el lento subir y bajar por las escaleras, ya fuera para ir a las sesiones de tortura o volver de ellas. Eran los gritos de agonía de unos jóvenes cuya única esperanza radicaba en la convicción de que en algún momento aquella locura terminaría y que Argentina dejaría de estar sometida por unos criminales regidos por teorías fascistas trasnochadas y por un ánimo predatorio insaciable.

Cuando en julio de 2005, en compañía de la entonces senadora y luego presidenta de la nación Cristina Fernández de Kirchner, entré en persona en la ESMA, apenas podía contener la emoción. Nos acompañaban algunas víctimas y miembros de organismos de derechos humanos, mi esposa y algunas personalidades internacionales. Recuerdo que una de las víctimas me agarró del brazo y, temblando, me dijo: «Señor juez, esta es la primera vez que entro en la ESMA después de que fui liberado en la dictadura»; y cuando entrábamos en la estancia que daba acceso a la zona de Capucha, añadió: «No puedo seguir. Aún retumban en mi cabeza los gritos de mis compañeras y los míos propios». Permaneció allí, llorando, consolado por la senadora. Esta visión arrancó las lágrimas de todos los presentes. Esas lágrimas y los escalofríos me acompañaron durante toda la visita. El fiscal Hugo Omar Cañón compartió conmigo su reflexión: «Todo fue un horror constante». Sí, allí en la ESMA y en los demás centros clandestinos de detención en los que he estado, como dijera Elie Wiesel[26] con respecto a Auschwitz, reafirmé la conclusión a la que ya había llegado a través de la lectura de miles de folios del sumario y que había plasmado en mis resoluciones judiciales: se negó al ser humano y a la idea de ser humano. El destino quiso que años después, en 2013, mi oficina como presidente del Centro de Promoción de Derechos Humanos se encontrara en ese preciso lugar. Cada día, hasta hoy, cuando seco mi cuerpo después de una agradable ducha, se me aparecen los cuerpos de las víctimas lacerados y deformados por los golpes y el tormento; cada día, hasta hoy, me parece estar oyendo aquellos gritos de dolor mientras trato de imaginar con qué fuerza y dignidad soportaron tanto sufrimiento, tantas agresiones.

«Ras, ras, ras; clinc, clanc.» Las cadenas resonaban cuando los detenidos subían o bajaban las escaleras para dirigirse a las sesiones de tortura o cuando se formaba el «trenecito», la fila para su «traslado». Momentos antes de iniciar aquellos vuelos de la muerte, los de la fila oían por última vez los quejidos de sus compañeros de cautiverio, los gritos de las detenidas embarazadas, los llantos de los niños recién nacidos, que robarían unos seres que formaban parte de una máquina de exterminio supuestamente inspirada en los principios de la sociedad occidental, en la moral universal, en la espiritualidad católica y en los más altos valores de la patria. Ellos se creían los redentores, los que hacían un trabajo sucio pero necesario por el bien del país, limpiándolo de personas que no merecían ser tratadas como tales.

«¡Dios dejó abandonadas a las víctimas de la dictadura!», me dijo en una ocasión una de ellas, y me hizo reflexionar sobre los millones de personas con convicciones religiosas que habrán experimentado ese abandono cada vez que alguien es atacado impunemente. Se colgaba a los detenidos de los pies y de las manos de las paredes con ganchos de hierro; se los ataba a camas o mesas metálicas para inmovilizarlos durante las sesiones de tortura; se los identificaba con un número; se los golpeaba sistemáticamente y con precisión durante horas, días y semanas; se les aplicaban las técnicas de tortura conocidas entonces como «submarino seco» (que consiste en introducir la cabeza de la víctima en una bolsa de plástico hasta que esta empiece a asfixiarse, para liberarla y comenzar de nuevo) y «submarino húmedo» (en el que la cabeza del detenido se introduce en un recipiente con líquido); se les obligaba a presenciar simulacros de fusilamiento de sus compañeros, que les hacía sentir la inminencia de la muerte; se les sometía a servidumbre o se les hacía objeto de múltiples y sistemáticas agresiones sexuales.
Las sesiones de tortura solían estar supervisadas por personal médico que, de acuerdo con la capacidad física y psíquica del sujeto, aconsejaba la intensidad del suplicio que podría soportar el detenido o detenida sin perder la vida. Uno de estos médicos fue Jorge Luis Magnacco, que, además, asistía a los partos clandestinos en la ESMA, como los de Cecilia Viñas, Susana Silver de Reinhold, Patricia Julia Roisimblit, Mirta Alonso de Hueravilo, Alicia Elena Alfonsín de Cabandié, Liliana Carmen Pereyra, María Graciela Tauro de Rochistein, Hilda Pérez de Donda y tantas otras a las que robaron sus hijos.

Los departamentos de inteligencia de las tres armas también recurrieron a la tortura para hacerse una idea de la condición del «enemigo» y su grado de peligrosidad. En realidad, la tortura se convirtió en el eje de la labor orgánica de los miembros de las fuerzas armadas para obtener información.

A veces me pregunto qué pensarían estos individuos, médicos, militares y funcionarios cuando llegaban a sus casas y acariciaban a sus hijos o se acostaban con sus parejas. ¿Sentirían en algún momento el sabor salado de la sangre que les salpicaba la cara en las sesiones de tortura?, ¿los gemidos de placer proferidos en sus relaciones íntimas les parecerían similares a los gritos de dolor de sus víctimas? Tal vez se tratase de lo que Eduardo Galeano me dijo en una ocasión, que aquellas personas eran «burócratas de la tortura». Como funcionarios, tenían ese oficio y esas horas de trabajo; una vez finalizada la jornada, no sentían el peso de las agresiones porque formaban parte de sus obligaciones diarias. Creo que nunca me recuperaré de las sensaciones que he experimentado a lo largo de los años por las acciones de quienes, desde lo más bajo de la degradación, han torturado, han humillado o han tratado de forma inhumana a aquellos que se encontraban bajo su responsabilidad.

Pero no nos equivoquemos, los degradados por la tortura nunca son las víctimas, sino los victimarios. Son ellos los que se han rebajado al nivel de tratar a otro ser humano como si no lo fuera, y eso los convierte, a ellos y no a las víctimas, en algo menos que humanos. La tortura y la impunidad son inasumibles humana y jurídicamente.

Fuente: Baltasar Garzón, libro «No a la Impunidad»

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